El otro mundo es la medicina de las clínicas. Donde va la clase media que tiene una póliza (su gran mayoría) y los de clase alta. Donde va la clase media que empeña su alma para lograr un poco de salud. Donde están, ciertamente, los especialistas más calificados. Donde están esos expertos y expertas que dedicaron su vida a la práctica hospitalaria y a la docencia. Donde ocurre la medicina que debería ocurrir en los hospitales y ambulatorios. Todo es brillante, limpio, ordenado, hay disponibilidad de medicinas e insumos, tecnología y sabiduría. Pero es el mundo en el que la salud es una inversión, una mercancía, un servicio que tiene un precio. Los pacientes son inversionistas, son clientes, tienen etiquetadas los nombres de las aseguradoras en su frente. Prevalece su cobertura antes que su diagnóstico o su urgencia de salud.
Cuando uno de nosotros visita uno de estos dos mundos, se conjugan una serie de factores que van moldeando nuestra experiencia. Desde el momento que uno llega y entra por la puerta, el portero, la recepcionista, la enfermera o enfermero, la espera y sus horas, los que comparten nuestra espera que tienen más tiempo que nosotros, la impresión cuando nos atienden y la forma cómo lo hacen, la expectativa que tenemos y cómo nos la cambian.
Los que trabajamos en la salud debemos esforzarnos, todos y cada uno de los días, en hacer que esa experiencia sea un alivio verdadero para quienes nos buscan.
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